jueves, 28 de julio de 2011

Lawrence Weiner

¿Dónde estuvo el golpe?


En los últimos años me he mudado siete veces, con todo lo que un movimiento de este tipo conlleva: arreglar el viejo departamento -en el que todo acaba revuelto-, limpiar la basura del taller, vender muebles, ropa, tirar papeles y bolsas repletas de cosas inútiles, cargar con libros y discos, arreglar hasta la última repisa en el muro justo antes de moverme a una nueva ciudad, barrio o calle. En ocasiones, estos cambios son duros y sorpresivos, pero finalmente resultan tan inesperados como necesarios. Lo cierto es que siempre hay una extraña claridad detrás de ellos. Bueno, con todo esto quiero decir que existen momentos que me golpean como un puño en la cara. Son golpes que en vez de derribarme, actúan en sentido contrario y me colocan en una especie de tránsito continuo, en algo que no regresa a ser lo que antes había sido. En esos momentos me da por pensar que el arte debe tener siempre esa función misteriosa, esa crueldad plena de la niñez absoluta que lo cambia todo.


Esta semana me he mudado de nuevo. Me pasa constantemente, no lo puedo evitar. Ahora me ha pasado con L. Weiner. He recibido el golpe al leer sus conferencias y entrevistas. Esa sensación de que algo se agota y vuelve a iniciar, como un choque eléctrico. Es inevitable. Podría parecer absurdo, tal vez lo sea, pero en realidad no existe gran cosa detrás del golpe; es simplemente un puño de autenticidad. En una de sus pláticas, Weiner describe sus ideas y experiencias, habla de los carteles. Es una charla con estudiantes realizada el 15 de noviembre de 1989, en Ginegra. No más. Él habla del arte y el diseño, habla de la escritura y la pintura. No sé realmente dónde estuvo el golpe, de dónde provino. Tal vez haya sido la falta de dinero, los problemas cotidianos, no lo sé...


Weiner dice:

“Cuando no tenía oportunidad de exhibir en una galería, lo que hacía era un cartel. Un cartel no es caro. Con algo de cuidado y trabajo es posible hacer un cartel eficaz con muy poco dinero. En blanco y negro. O puedes hacerlo tú mismo. Pero sería ridículo poner una fábrica de carteles y controlar todo tú mismo. Un cartel es como un periódico, un medio para entender todo tipo de infromación pública. Amo la idea del cartel, es verdaderamente la escritura en la pared. Cuando todas las situaciones tradicionales estén cerradas para tí por razones políticas, estéticas o personales, el cartel es una posibilidad de hacer una intervención.”


Con Weiner, la idea del cartel es un estupefaciente, una experiencia. El arte es un hecho empírico existente. Él puede hablar de otra cosa cuando habla de sus carteles o, acaso, yo puedo permitirme leer otros significados, traducirlo, antropofagiarlo... Entre otras cosas, comienza a hablar de la piel, la ciudad y la pintura:


“Y el cartel no es un graffiti. El graffiti es otra cosa, su contenido está vinculado a su lugar. Tiene una idea de necesidad, de frustración. Un cartel es como un tatuaje.Un tatuaje tiene que ver con la presentación, el dibujo es muy claro, muy acabado, y al mismo tiempo, una vez que está en el cuerpo cambia completamente. No significa lo mismo, depende de dónde esté. Y a la vez es siempre lo mismo. Exactamente lo mismo pasa con un cartel. Aceptas la ciudad, aceptas la cultura, pero el cartel cambia según donde esté puesto, como un tatuaje. Un cartel es la presentación de un contenido sin frustración, con un poco de inspiración, un poco de idealismo quizá.

(...)

Un cartel y una pintura son la misma cosa, exactamente la misma cosa.”


Y eso es todo. ¿Dónde estuvo el golpe? -me pregunto. No importa. El asunto estaba claro, tenía que mudarme. Había que seguir jodiendo, pero en otra parte.


Recordé entonces mi adolescencia. Todo este asunto del cartel me llevó de vuelta a ese tiempo, cuando vivía en Campeche, una ciudad muy pequeña y aburrida, hermosa como una piedra caliza. En contraste, yo era un verdadero monstruo; estaba jovencísimo y era aun más feo de lo que ahora soy. Padecía un acné terrible y eso era una batalla que me hacía palidecer, rabiar, avergonzarme hasta la médula. Era algo hereditario y no podía hacer nada. Caminaba perdido entre otros adolescentes. Mi padre me llevó con médicos que pretendían curarme pero todo resultaba inútil. Comencé a esconderme cuando el asunto se agravó. Me dolían hasta los ojos y el cerebro y las orejas. Era insoportable pensar que mi piel era una chingadera. Así anduve durante un tiempo hasta que algo sucedió.


En esos días yo coleccionaba los fascículos de La Historia de la Música Rock, creo que eran publicados por la editorial española Orbis. Cada semana los compraba en un puesto de revistas del centro de la ciudad. Usaba lentes negros y una gorra que me tapaba media cara antes de salir de casa para encaminarme hasta el local de don Guayo Gómez, a quien pagaba unas monedas por los fascículos de cada martes. Uno de ellos estaba dedicado a Traffic, una banda grandiosa de los grandiosos años setenta. Steve Winwood era su líder, gran vocalista y compositor. Realmente yo admiraba a este tipo, entre otras cosas, por haber formado un supergrupo con Eric Clapton, Ginger Baker y Ric Grech: Blind Faith, una banda legendaria. Habían grabado un solo disco con una portada de antología. Yo estaba fascinado con esa idea. En el fascículo describían a Winwood como un adolescente con la cara llena de acné. Las fotos lo mostraban tal cual: una estrella del rock con el Spencer Davies Group, joven, lleno de granos, cantando detrás de su piano. Eso me bastó. Desde aquel día dejé los lentes y la gorra en el armario y comencé a caminar por las calles, aprendí a reírme de mi cara monstruosa. Todo parecía más claro que de costumbre. Stevie Winwood sufría también la tortura adolescente del acné y sin embargo nada pasaba. Tiempo después me mudé, salí de Campeche.


¿Dónde estuvo el golpe? No importa en realidad. Eso fue hace mucho tiempo. Pero el asunto estaba claro, tenía que mudarme -como ahora. Había que seguir jodiendo -como ahora. Pero en otra parte...


domingo, 24 de julio de 2011

Lo más sorprendente de los monumentos es que no los vemos



El viaje de estos días es una especie de parapente que se eleva dando brincos. Hace unos días me encontraba entrando y saliendo de lugares llenos de música y gente, ruido y alcohol adulterado. Estaba en la ciudad de los wachos, como le dicen en el sureste a los chilangos. La ciudad de México es siempre un balcón repleto hacia la calle. En un lugar como ese, los monumentos son construidos como imanes. La gente se acerca, los recorren, los fotografían, vuelven a ellos cuando recuerdan la ciudad.


Hay una vieja carretera entre Campeche y Yucatán, que es también todo un monumento. La verdad es que se trata de una carretera llena de baches, de grandes rectas y paisajes rojos. Me ha tocado ver a niños de los pueblos cercanos marchando y practicando sus desfiles sobre la carretera, sin problemas. Casi no pasan autos por ahí. Muchos menonitas, provenientes del norte de Alemania, han desarrollado grandísimos ranchos, preciosos, donde cultivan tomates, frutas, producen leche, queso y comercian con ganado por toda la región. Son muy pacíficos y les gusta este lugar, llamado Los Chenes, que en maya significa Los Pozos. Los menonitas se llevan muy bien con los mayas, no les llaman “indios” -como en otros lados- e identifican a unos y a otros. Por ejemplo: Un dzul es un señor blanco y con medios económicos; es diferente al catrín, que es más “elegante” y se viste con ropa occidental; un mestizo, por el contrario, usa ropa tradicional maya y, además, habla la lengua maya; un mayero habla también el maya, sin importar cómo se vista; pero es distinto al masewal, que habla maya pero es pobre, porque vive y trabaja en el campo, es un campesino; un wits es un maya descendiente de los protagonistas de la Guerra de Castas que viven en el centro de Quintana Roo, es como un migrante; un wach es una persona proveniente del centro de México... Todos somos diferentes en esta región, como en todos lados, como en México o Berlín. A mí me dirían campewach, por ser campechano y vivir en el D.F.


Hoy es domingo, atravieso un territorio formidable, llueve. Paso por uno de esos ranchos menonitas muy verdes, lleno de pastizales y cultivos perfectos, en medio de una gran tierra roja de kankab. Muchos niños rubios caminan por la orilla de la carretera. Me acerco a Campeche y podría estar en cualquier otra parte.

Paul Thek: Tomb

jueves, 21 de julio de 2011

A Letter from Kazimir Malevich



I remember that cold and snowy winter in Petrograd in 1915 as if it were yesterday. Everything was in motion. It was a time of great hopes, enthusiasm, optimism, Futurism and, of course, Revolution. You could even smell it in the cold Russian air.
The end of the great century… the new age… huge and cold building at Marsovo Pole (Champ de mars) no. 7… The Last Futurist Exhibition 0,10 … no heating … Puni running around always asking for nails… Kliun quite nervous, like a bridegroom before the wedding. I must admit I didn’t have any pervious plan for my, as you now say, “installation.” It was purely accidental. I only knew that the Black Square must be in the top corner. Everything else was irrelevant. While I was hanging my small Suprematist paintings here and there, it didn’t occur to me that the photo of this installation would become so famous and be published in hundreds of books, reviews. And today, one of my colleagues has even “quoted” it in his work! I don’t remember now who actually took this picture, but it is just a photo, black and white. No colors! I have an impression that this photo is becoming even more important than my Suprematist paintings! This was the major reason I kept on thinking for years to do the same exhibition again.

martes, 12 de julio de 2011

Elsewhere



Llegué por casualidad a los alrededores del puente de la Unidad, que une a Campeche con la isla del Carmen. La estructura de ese puente comenzó a operar en 1982 a partir de una tragedia ocurrida la noche del 22 de agosto de 1980: el hundimiento de la panga “Campeche”, que hacía los peligrosos cruces entre Isla Aguada y Puerto Real, en el mar de la Laguna de Términos. Yo tenía 10 años de edad y recuerdo las noticias en la radio, los periódicos, el noticiero de Zabludovsky que hablaba como autómata en un televisor en blanco y negro. Esa madrugada murieron 150 personas. Varios días después del naufragio, buzos de la Armada de México y de Petróleos Mexicanos hallaron los restos de la panga hundida. Al examinar el puente de mandos encontraron al capitán de la panga, Julio César Quej Parra, firmemente abrazado al timón.
Campeche me da la sensación de andar en un territorio conformado por ruinas, por vestigios que se quedaron en proceso de crecer. Y no lo digo por las zonas arqueológicas, que hay miles, a cada paso, ese es otro cantar. Lo digo por lo que ha quedado de la industria más reciente: el chicle, el henequén, el palo de tinte, la industria camaronera que anda a pique... Hay una pendiente que aún no logra estabilizarse; esta parte de la península de Yucatán es un sitio que parece estar lejos de todo.
Muy cerca del puente, en las costas de Sabancuy, Smithson había realizado su noveno desplazamiento de espejos. No era mi intención encontrar los sitios donde él se había detenido, pero me gustaba seguirle la pista, casi como desandando sus pasos. Después de un tiempo, estos lugares me parecen otros sitios, muy distintos de los que conocí siempre. ¿Es posible que tu lugar de origen y tu lugar presente lleguen a intercambiarse? Tal vez el descubrimiento en el sitio donde creciste sea lo más sorprendente del caso… Cualquiera que sea esa distancia que nos aleja, creo que de una u otra forma, está siempre en el interior.

sábado, 2 de julio de 2011

Diabético

El arte tiene que ver con el sistema nervioso. Es un saco, un cuerpo, un manojo de nervios, algo que puede provocar un lapsus fuera de sí. Una enfermedad. No lo sé. Imposible explicarlo de otro modo: es imprescindible practicar una anti-técnica, un actuar incontrolable. Pero la dificultad del control es sólo física. La enfermedad -la idea que de ella tengo- es única, conlleva acontecimientos, hechos, contenidos, existe desde una etapa anterior a la convalecencia: una superpoblación del estado pre-mental. La enfermedad, como el arte, son pre-físicos, requieren un historial del descontrol para manifestarse. En algún momento suben los niveles y la inquietud es notoria. La glucosa arremete cuando se sueña, cuando se duerme mal. En otro momento bajan los niveles, cuando no se tiene ningún plan, nada que hacer. Entonces todo comienza a deslizarse hacia el blanco. Sobreviene el sueño, el aburrimiento, el hastío. He despertado, en ocasiones, desquiciado por un ataque de nervios y temblores. Esto quiere decir que las células están vacías, no hay azúcar en ellas. Todo se desplaza, es duro. Estar enfermo es ser incontrolable, es el tiempo, día y noche, sin descanso. Sólo eso. No se dice nada y nadie sabe lo que sucede en el interior. Los movimientos pueden ser normales pero el cuerpo muerde, gime, sobreviene como un pánico ajeno; todo podría terminar en el coma. Si, la enfermedad y el arte también mueren. El asunto es comenzar a deslizarse hacia el blanco en esa soledad del cuerpo, en ese testigo interno con el que se puede transcurrir y sentirse vivo. Se puede estar en casa. El cuerpo también hace señas, se levanta, avanza. Es desconocido hasta por los médicos más asombrosos. El cuerpo es el sombrero del mago que hace al hombre y el arte tiene que ver con ese mago. ¿Son mis nervios o estoy en el coma? El sistema del cuerpo no elude, solo goza, duele y aplasta; pero también es ese metal de nervios que se mantiene en su larga carrera hacia el fin. ¿Es posible semejante imagen? Sube a tu plataforma y observa lo que viene.


viernes, 1 de julio de 2011

Incapaz de hablar



El dragón era el ser supremo y sagrado de las antiguas dinastías chinas. Reinaba sobre ríos y mares, las turbulencias acuáticas eran su territorio. El dragón era el amo del tiempo, los tornados, las lluvias y los fenómenos meteorológicos. Todos, sin excepción, le debían respeto, los gobernantes y el pueblo mismo. Los artistas también. Existen antiguas cerámicas que poseen técnicas secretas. Con ellas se fabricaban vasijas en las que se representaban seis dragones. Al observar estas piezas con un cierto tipo de luz puede llegar a verse un séptimo dragón. En el siglo IV, Ku K'ai-chih, el gran sabio del arte tradicional, pintaba sus dragones sin ojos. Cuando le preguntaban cuál era la razón de ello, contestaba orgulloso: “Mis dragones viven y si les doy ojos, ellos se irán volando”. Desde tiempos remotos, los ojos son los últimos elementos en ser trazados cuando se pinta un dragón. Los pintores chinos respetaban el oficio, a tal grado, que debían ir subiendo por una escala de jerarquías hasta llegar a consagrarse como grandes maestros. Sólo entonces les era permitido pintar un dragón. Si un pintor se atrevía a trazar y pintar un dragón sin haberse convertido antes en maestro, entonces era decapitado. Llegar a ser artista en la antigua China era un asunto de cuidado.

Pero también existieron casos extraordinarios. Zhu Da, conocido generalmente por el sobrenombre de Bada Shanren, era descendiente de casas imperiales de la dinastía Ming. Su trabajo revela una frontera psicológica extrema, una agitación interna que sufría debido a su carácter. Bada nunca fue valorado en su tiempo; su obra, cada vez más abstracta y producto de cambios radicales, lo llevó a una excentricidad extrema. Al final de sus días, vivía como un ermitaño taoísta. Escribió sobre su puerta “Incapaz de hablar”. Bebía, lloraba, reía y pintaba, pero no hablaba con nadie. Cuando Bada se sentía inclinado a escribir, descubría su brazo para dibujar, tomaba el pincel y emitía gritos como los de un loco.