domingo, 17 de marzo de 2013

Misha







Pérate, shhh... ¿Oíste? ¿Escuchas al misho?


¿Qué? ¿Cuál misho? Estás loco, Lams.


Lo oigo.


Sabes, te decía que he estado pensando en el camino. Son casi veinte minutos para llegar hasta aquí. Se me hace que don Rubén tendrá que rentar una camioneta para traer la planta. Pero...


No chingues. Un misho... 


¿Dónde?


No lo sé, escucha. Parece que hay uno por aquí cerca. Tal vez más allá, entre aquellos arbustos. Lo sigo pero es como si el viento se llevara el sonido.


Pérame, voy a abrir la cadena de una vez. Está duro quedarse estacionado aquí en la mera orilla. Esta carretera parece tranquila, pero estamos casi en la curva. ¿Cómo escuchas esas cosas Lams? Al misho, estás cabrón. No escucho nada.


¡Ahí está! ¿No lo oyes? Anda por aquí cerca. Se oye muy débil, se me hace que es una cría.


No escucho nada, pérame. Este candado... Habrá que cambiar la cadena ya, caray. Es que con este clima, es el infierno... ¿Tú crees que llueva?


Mira, ven chamaco, es por este lado. Te lo juro, se me hace que anda escondido en estos matorrales. Uf, la hierba aquí de veras que está seca, hay mucho pica pica. Ven, ayúdame.


Cabrón, ¿qué haces? Voy a meter el auto. La vereda está muy enlodada, deben haber regado por la mañana. Seguramente se derramó alguna tubería. Qué calor.


No está aquí el misho, debe estar del otro lado, por aquellas ramas. 


Ya voy, no te desesperes. Si anda por ahí, seguro que no se moverá.


No lo encuentro, ya no puedo oírlo.


A ver, a ver. ¿Dónde dices que anda? Mira, si me pega el pica pica...


Busca por allá, del otro lado de ese tronco. Parece como si hubieran quemado algo aquí. La hierba está muy seca.


Bueno, tendré que sudar bajo este sol. No veo nada...


No ves nada... ¡Fíjate! ¡Ahí está! ¿Lo oíste? Se oye muy quedito.


¡Ya! ¡Ahora puedo escucharlo! Está aquí mero. Este hierbajo está que hierve. Ahorita lo encuentro, vas a ver.


¿Puedes verlo?


Lams, creo que...


Dime, ¿lo ves?


No hay nada, creo que... Me estoy asando, pérame. ¡Lo escuché! Aquí. ¡Uf! Montones de raíces secas, parece que hay un verdadero hormiguero en este lugar.


¿Lo encontraste?


¡Aquí está! ¡Hu! ¡Sí! ¡Aquí lo tengo! Es un pequeñito, un minino. No puede ser...


Qué pasa.


¡Está lleno de hormigas!


¿Qué cosa?


El misho, está cubierto de hormigas.


A ver. ¿Dónde está? ¿Lo tienes? ¡Uh! Éste es un recién nacido, es un misho misho misho...


¿Estará bien? Yo lo veo completamente lleno de sangre. ¿Qué es eso? Pareciera que se está pudriendo este animal. Tiene costras de sangre o algo parecido, ¿está herido?


Lo que creo es que no ha comido en mucho tiempo, está en los huesos. Pero mira, tiene tres colores. No es gato, es una hembra.


¿Una misha?


Sí, una hembrita, tiene los ojos entrecerrados. Está cubierta de quién sabe qué... Parece algo orgánico, las hormigas se la andaban saboreando. Podría ser sangre, pero no sé. Por lo que veo no tiene heridas. Sólo está muy débil, necesita alimento y agua.


¿Crees que sobreviva?


No lo sé, a ver. Quiero cargarla. ¡Hu! No pesa nada, sólo se sienten sus huesos, está temblando. Ésta ya anda en las últimas.


Este lugar está muy seco. ¿Cómo vino a parar aquí? No hay nada en los alrededores. Apenas y ahí a lo lejos se ve una casa. Quién sabe cuántos días llevará aquí tirada. Menos mal que no se cruzó la carretera y la aplastó un camión, así acaban muchos de estos animales.


Aquí la deben haber venido a tirar.


¡Es una misha! 


Seguro que la han de haber tirado, de un coche, quién sabe cómo. Pero entonces, ¿qué vamos a hacer?


¿Cómo que qué vamos a hacer? Pues no podemos dejarla aquí Lams. Nos la llevaremos en la camioneta y de paso compraré algo de alimento. 

En el Oxxo de Universidad, ahí deben vender comida para gatos ¿no?


Yo creo que sí. 


Tal vez unos de esos sobrecitos pequeños. Son muy baratos. pero... Oye, mira, yo no puedo quedármela, sabes. Mi madre, su enfermedad... Le daría una buena sorpresa y terminarían diciéndome que no puedo tenerla. ¿Qué vamos a hacer?


No te preocupes, en ningún momento pensé en que tú la llevarías. Yo me encargaré, la llevaré a casa. El hache se sorprenderá, y ahora que no están en la ciudad. ¡Fíu! Pero cuando regresen la van a conocer, a esta mishita. ¡Uf! Está muy pequeña, mira, parece que tiene algo en los ojos, una infección o algo parecido. Los tiene azules, brillantes... Está muy sucia, necesita un baño, comer algo. Pero por lo que veo aún tiene fuerzas la canija.


¿El hache tiene gatos? 


Tienen una gata.


Bueno, pues a ver cómo la acepta. 


¿Por qué? ¿Crees que la lastime? Esta misha aún es muy pequeña.


Bueno, pero ese no es el mayor problema, el asunto es que los gatos son muy celosos. Y a veces hay que controlarlos, tendrá que adaptarse. 


Ya encontraré algún sitio, sí, la llevaré a México. Eso es. La subiré a un avión y la llevaré a vivir a la Narvarte, a la ciudad de México.


¿Sí? Pero primero tienes que rescatarla. 


Parece fuerte esta misha.


¿Éste es el lugar del pozo? Parece que la excavación va avanzando. ¿Cómo le han hecho? Aquí no parece haber luz ni agua.


Sí, es lo que te venía diciendo cuando llegábamos, don Rubén tendrá que alquilar un transporte para traer la planta de luz. Los taladros no aguantarán más, hay que conseguirla. Don Rubén la traerá el lunes temprano, eso dijo. La verdad es que ésto del pozo, todo ha sido muy inesperado. Y ahora esta mishita que aparece. 


¿Qué pasa con ella?


Pues es una señal.


Una señal...


Sí Lams, esta misha salió del fondo del pozo, estoy seguro, nos llamó. Tú la escuchaste. Podría jurar que ayer no estaba aquí, la hubiera escuchado, o alguno de los trabajadores me hubiera dicho algo. Aunque con el ruido de las excavadoras y los taladros...


¿A qué te refieres?


Mira sus ojos, tiene hambre.


Dime qué traes en mente.


Nada Lams. Toda esta situación me tiene raro, eso es todo, andan saltando cosas en mi cabeza. 


¿Por qué lo dices?


No tengo idea de lo que está pasando, lo que estoy haciendo aquí. 


¿Y qué es lo que haces entonces?


Pues me despierto cada día, después de intentar dormir. Llego hasta aquí y observo, veo cómo trabajan, cómo comienzan a excavar. Dibujo cosas, escribo, le ayudo a don Rubén en lo que se pueda. Ayer por ejemplo, descargaron toda esa grava y la arena. ¿La ves? 


Se ve muy bien todo. Pero, no entiendo. Desde el principio sabías que habría que resolver cosas con los trabajadores, los materiales, el tiempo cayéndote encima...


Lo que pasa, me interesa. No tiene que ver con el trabajo. Bueno, “no tiene que ver” es sólo un decir, la verdad es que sí tiene que ver. Es un asunto de sensación. Llegar a este lugar, es extraño. Todo parece como si el aquí estuviera en alguna otra parte. La cabeza me anda rodando por otra parte. 


Bueno, tú lo has querido así. Fue tu idea, comenzar con esta excavación. Yo no te pregunto mucho, tú sabes lo que haces. Eso pienso. Pero recuerda que tienes un proyecto, el tiempo pasa y las lluvias se acercan. Y ésto de excavar un pozo no es nada fácil.


Lo sé.


¿Y entonces?


Mira, te voy a decir, yo confío en don Rubén. Sé que terminarán la obra a tiempo. Eso no es problema. No estoy hablando de la obra. En verdad quisiera llegar aquí y... No sé, las cosas me resultan extrañas, como si yo no perteneciera a este lugar. Es una sensación distinta, no es como otras veces, ya sabes, la idea del regreso. Ahora no lo siento así, no veo regresos.  


Lo que necesitas es dormir, cabrón.


Hablo simplemente del pozo. Esta excavación es algo que sucede en el cuerpo también. Tal vez sea la idea de la torre, de convertir el pozo en otra cosa, de llegar al agua. De encontrar algo que comience a cambiar, que crezca hacia adentro. No sé. Por eso te digo lo del cuerpo.


Bueno, la idea me gusta. Las cosas pasan y...


¡Sí, eso es lo que quiero decir! Que las cosas pasan. Y en medio de todo, llega esta mishita, que aparece así nomás, sin explicaciones. Realmente siento que algo está pasando. 


Oye chamaco, ¿no es ese don Rubén el pocero? Ahí vienen llegando, mira. Traen la planta en un remolque con la moto. 


Se nota que es brava ésta. Mira... Sí, es él. ¡Don Rubén! ¿Cómo anda don Rubén?


Las nubes comenzaban a arremolinarse sobre los cerros. Una estela de polvo blanco flotaba por la carretera, iba disipándose lentamente. El cielo era de un azul profundo, de ese azul que sólo podía verse a comienzos del verano, antes de las lluvias. Un viejo bajó de la camioneta y caminó desde el sendero; sus pisadas sonaban contra el polvo y la tierra, se movía en cámara lenta acercándose. Se inclinó para recoger una piedra, se caló el sombrero y la aventó hacia los matorrales. 


¡Qué pasó! ¡Muy buenas tardes!


Qué bueno verle. Justo hablábamos de usted.


¡Ah! Pues con razón me retumbaban las pinches orejas caray.


¿Cómo anda?


Pues aquí nomás, trajimos la planta, ¿cómo ve? Ahora sí, no nos parará ni el diluvio universal.


Ya que se acerca el fin del mundo...


Fíjese que nos entregaron la planta hoy temprano y pues la trajimos enseguida, ¿para qué esperar, verdad?


Qué bueno don Rubén.


Mire nomás, ¿y esta misha? Anda llena de quién sabe qué ¿verdad? Está toda embarrada, pero tiene lindos ojos.


La encontramos aquí cerca. Allá, debajo de esas raíces junto a la carretera.


Se ve linda y cochina la condenada ésta. Pues, ora sí que tuvo suerte la misha. ¿Y se la va a quedar?


Sí.


Así que lo vino a visitar, hasta el mero pozo, para quedarse. ¡Eya, ese güero! ¡Que vamos a bajar la planta de una vez muchacho, no te me engarrotes por ahí!


Oiga, don Rubén...


Dígame usted.


¿Qué quiere decir? ¿Por qué dice que la misha vino hasta el mero pozo a visitarme? 


¿Pues qué no ve? Mírele la carita de piedra que tiene. Fue una suerte que la encontrara.


Eso es lo que yo le decía a Lams, es una señal y una coincidencia que...


¡Qué coincidencias ni qué la madre! Eso no significa nada.


Unos pajarracos bien escandalosos pasaron justo sobre nosotros. Las sombras de los pájaros dibujaron una línea que se alejaba hasta los cerros del norte. Misha los miró y el cuello parecía que se le doblaba. El güero se acercó en ese momento. Yo veía los ojos de don Rubén, habían cambiado de color.


¡Don Rubén! Aquí estoy. Buenas tardes...


Buenas tardes güero.


Ya voy bajando la planta don Rubén. La pondré ahí, en ese cobertizo.


Está bueno muchacho, ándale. Que no demoraremos mucho aquí.


Bueno, pues le voy a apurar.


Oiga, espérese, ¿qué me estaba diciendo don Rubén?


Pues no sé, ya ni me acuerdo. ¡Pinche güero, jálate al gordo, que eso pesa como un demonio!


Lo de las coincidencias. 


¡Ah! Pues le decía yo que no son ni madres. Eso de las coincidencias yo me lo como frito. Mire, ésta lo vino a buscar, se le nota en la miradita. No hay ninguna coincidencia ni ninguna señal, nada de eso. Usted está aquí, está trabajando su pozo, y aquí tiene usted a esta misha que vino a encontrarlo a usted. No hay pierde, verdad... ¿Qué le busca? ¡Hey, güero, jálala hasta allá, junto a ese árbol de mango! ¡La sombra le vendrá bien! 


El viejo don Rubén gritaba y su voz resonaba hasta el fondo de los terrenos. Los árboles de mango brillaban con sus copas negras bajo la luz de la tarde. Uno podía ver hasta más allá de los montes, mucho más allá.


Sí, dígame don Rubén. 


Pues ya le dije. Éste es más chueco que nada carajo, pero es buen muchacho el güero. Chambeador...






domingo, 19 de agosto de 2012

El cavador


Necesitaba descansar, así que alquilé una casona en un pueblo de la costa, lejos de la ciudad. Cuando iba llegando, los pastizales me impidieron seguir en auto; me bajé, tomé lo imprescindible y continué a pie. Oscurecía y, aunque no se veía el mar, podía escuchar las olas alcanzar la orilla. Ya estaba cerca de la casa cuando tropecé con algo.
–¿Es usted?
Retrocedí asustado.
–¿Es usted, don? –un hombre se incorporó con dificultad–. No desperdicié ni un solo día, eh... Se lo juro por mi mismísima madre...
Hablaba apurado; estiró las arrugas de la ropa y se acomodó el pelo.
–Pasa que justo anoche... Imagínese, don, que estando tan cerca no iba a dejar las cosas para el otro día. Venga, venga –dijo, y se metió en un pozo que había entre los yuyales, a sólo un paso de donde nos encontrábamos.
Me agaché y asomé la cabeza. El agujero medía más de un metro de diámetro y adentro no se alcanzaba a ver nada. ¿Para quién trabajaría un obrero que no reconocía ni a su propio capataz? ¿Qué andaría buscando para cavar tan profundo?
–Don, ¿baja?
–Creo que se equivoca –dije.
–¿Qué?
Le dije que no bajaría y, como no contestó, me fui para la casa. Recién cuando llegué a las escaleras de entrada escuché un lejano muy bien, don, como usted diga.
A la mañana siguiente salí a buscar el equipaje que había dejado en el auto. Sentado en la galería de la casa, el hombre cabeceaba vencido por el sueño y sujetaba entre las rodillas una pala oxidada. Al verme la dejó y se apresuró a alcanzarme. Cargó lo más pesado y, señalando unos paquetes, preguntó si eran parte del plan.
–Primero necesito organizarme –dije y, al llegar a la puerta, le quité lo que cargaba para evitar que entrara a la casa.
–Sí, sí, don. Como usted diga.
Entré. Desde las ventanas de la cocina vi la playa. Apenas había algunas olas, el mar estaba ideal para nadar. Crucé la cocina y espié por la ventana del frente: el hombre seguía ahí. De a ratos miraba hacia el pozo y de a ratos estudiaba el cielo. Cuando salí, corrigió la postura y me saludó respetuoso.
–¿Qué hacemos, don?
Me di cuenta de que un gesto mío hubiera bastado para que el hombre se echara a correr hacia el pozo y se pusiera a cavar. Miré hacia los pastizales, en dirección al pozo.
–¿Cuánto cree usted que falte?
–Poco, don, muy poco...
–¿Cuánto es poco para usted?
–Poco... no sabría decirle.
–¿Cree que pueda terminar esta noche?
–No puedo asegurarle nada... usted sabe: esto no depende sólo de mí.
–Bueno, si tanto quiere hacerlo, hágalo.
–Délo por hecho, don.
Vi al hombre tomar la pala, bajar los escalones de la casa hasta el pastizal y perderse en el pozo.
Más tarde fui al pueblo. Era una mañana de sol y quería comprar un short de baño para aprovechar el mar; a fin de cuentas, no tenía por qué preocuparme por un hombre que cavaba un pozo en una casa que no me pertenecía. Entré a la única tienda que encontré abierta. Cuando el empleado estaba envolviendo mi compra, preguntó:
–¿Y cómo va su cavador?
Me quedé unos segundos en silencio, esperando quizá que algún otro contestase.
–¿Mi cavador?
Me alcanzó la bolsa.
–Sí, su cavador...
Le extendí el dinero y miré al hombre, extrañado; antes de irme no pude evitar preguntarle:
–¿Cómo sabe del cavador?
–¿Que cómo sé del cavador? –dijo, como si no me comprendiese.
Volví a la casa y el cavador, que esperaba dormido en la galería, se despertó en cuanto abrí la puerta.
–Don –dijo poniéndose de pie–, hubo grandes avances, puede que estemos cada vez más cerca...
–Pienso bajar a la playa antes de que oscurezca.
No recuerdo por qué me había parecido una buena idea decírselo. Pero ahí estaba él, feliz por el comentario y dispuesto a acompañarme. Esperó afuera a que me cambiara y un poco más tarde caminábamos hacia el mar.
–¿No hay problema en que deje el pozo? –pregunté.
El cavador se detuvo.
–¿Prefiere que vuelva?
–No, no, le pregunto.
–Pero cualquier cosa que pase... –amagó con volver– sería terrible, don.
–¿Terrible? ¿Qué puede pasar?
–Hay que seguir cavando.
–¿Por qué?
Miró el cielo y no contestó.
–Bueno, no se preocupe –continué caminando y el cavador me siguió, indeciso–. Venga conmigo.
Ya en la playa, a pocos metros del mar, me senté para sacarme los zapatos y las medias. El hombre se sentó junto a mí, dejó a un lado la pala y se quitó las botas.
–¿Sabe nadar? –pregunté.
–No, don. Yo lo miro, si le parece. Y traje la pala, por si se le ocurre un nuevo plan.
Me incorporé y caminé hacia el mar. El agua estaba fría, pero sabía que el hombre me miraba y no quería echarme atrás.
Cuando regresé, el cavador ya no estaba.
Con un sentimiento de fatalidad busqué posibles huellas hacia el agua, por si acaso había seguido mi sugerencia, pero no encontré nada y entonces decidí volver. Revisé el pozo y los alrededores. En la casa, recorrí las habitaciones con desconfianza. Me detuve en los descansos de la escalera, lo llamé en voz alta desde los pasillos, algo avergonzado. Más tarde salí. Caminé hasta el pozo, me asomé y lo llamé otra vez. No se veía nada. Me acosté boca abajo en el suelo, metí la mano y tanteé las paredes: se trataba de un trabajo prolijo, de aproximadamente un metro de diámetro, que se hundía hacia el centro de la tierra. Pensé en la posibilidad de meterme, pero enseguida la deseché. Cuando apoyé una mano para levantarme, los bordes se quebraron. Me aferré a los pastizales y, paralizado, oí el ruido de la la tierra cayendo en la oscuridad. Mis rodillas resbalaron en el borde y vi cómo la boca del pozo se desmoronaba y se perdía en su interior. Me puse de pie y observé el desastre. Miré con miedo a mi alrededor, pero el cavador no se veía por ningún lado. Entonces se me ocurrió que podría arreglar los bordes con un poco de tierra húmeda, aunque necesitaría una pala y algo de agua.
Volví a la casa. Abrí los placares, revisé dos cuartos traseros a los que entraba por primera vez, busqué en el lavadero. Al fin, en una caja junto a otras herramientas viejas, encontré una pala de jardinería. Era pequeña, pero servía para empezar. Cuando salí de la casa, me encontré frente a frente con el cavador. Escondí la pala detrás de mi cuerpo.
–Lo estaba buscando, don. Tenemos un problema.
Por primera vez, el cavador me miraba con desconfianza.
–Diga –dije.
 –Alguien más ha estado cavando.
–¿Alguien más? ¿Está seguro?
–Conozco el trabajo. Alguien ha estado cavando.
–¿Y usted dónde estaba?
–Afilaba la pala.
–Bueno –dije, tratando de ser terminante– usted cave cuanto pueda y no vuelva a dispersarse. Yo vigilo los alrededores.
Vaciló. Se alejó algunos pasos pero al fin se detuvo y se volvió hacia mí. Distraído, yo había dejado caer mi brazo y la pala colgaba junto a mis piernas.

–¿Va a cavar, don? –me miró.
Instintivamente oculté la pala. Él parecía no reconocer en mí al hombre que yo había sido para él hasta un momento antes.
–¿Va a cavar, don? –insistió.
–Lo ayudo. Usted cava un rato y yo sigo cuando se canse. 
El cavador levantó la pala y volvió a clavarla en la tierra.
–El pozo es suyo –dijo–, usted no puede cavar.
Algo me despierta en la noche. Es el ruido inconfundible de la pala contra la tierra. Ahora, a diferencia de otras veces, se escucha con toda claridad. me incorporo y camino hasta la ventana. El cavador trabaja entre los pastizales. Se detiene, me mira, levanta la pala y vuelve a clavarla. El pozo es cada vez más grande; el borde, cada vez más cercano a la casa.


Samanta Schweblin
Pájaros en la boca (1978)





lunes, 21 de noviembre de 2011

Sueño


Lams y yo nadábamos en el cenote Miguel Colorado, un lugar casi escondido en el camino hacia Escárcega. El círculo de agua emergía de la selva, en el fondo de los acantilados verdes y rocosos. Yo sentía emerger también algo enorme de la profundidad del cenote, el sentimiento de terror era fantástico. Una hamaca colgaba desde los cerros y se balanceaba sobre la superficie del agua. Lams perseguía a una chica por los senderos del cenote, entre los árboles. Finalmente la alcanzaba, la lanzaba al agua y se carcajeaba; unos monos araña que saltaban de una rama a otra también reían. Yo escuchaba todo aquello mientras me mecía en la hamaca; tendido en la mitad del enorme ojo de agua, podía ver las minúsculas figuras de mi hermano y su chica caminando en la orilla, junto a un viejo muelle, recogiendo cientos de conchas y almejas...

Tiempo después, regresábamos por una carretera blanca. A lo lejos podía ver la tormenta acercándose. Yo traía aún las marcas de los hilos de hamaca en la espalda. Pasamos por una granja rodeada por una interminable cerca de madera. Los dibujos en la cerca eran iguales a las marcas en mi espalda. En cualquier momento comenzaría a caer la lluvia.



lunes, 24 de octubre de 2011

¿Quién habla de escribir?



Hace unos días revisaba el libro de W. G. Sebald, Los anillos de Saturno. Los viajeros de a pie, las extrañezas que provocan, los trayectos que parecieran recorrer a lado de extraños. Regresé a ese libro porque estuve caminando mucho por los poblados cercanos a Campeche. El sábado pasado atravesé un puesto de seguridad a la salida de la ciudad, a la vista de siete personajes uniformados de negro, con armas R-15 y rostros duros y desvelados. Me preguntaron de dónde venía y hacia dónde me dirigía, revisaron los asientos del auto y luego agitaron las manos para indicar que siguiera mi camino. Y así lo hice, me encaminé por una carretera de curvas oscuras hasta la entrada de Castamay, un pueblo de tierra roja, lleno de árboles de mango y casas de madera. Una tranquilidad extraña flota sobre esta población de carretera; los viejos se sientan bajo los árboles de pich para ver pasar a los autos que llegan desde el valle de Edzná.


Durante la mañana recorrí los terrenos cercanos, que en su mayoría son tierras ejidales. Me acompañaba mi sobrino Juan Pablo. Había sol y un calurón que quemaba, pero la brisa era fresca. Caminamos por los alrededores y compramos un poco de agua en unos abarrotes con un letrero que decía “mi casa es su casa”. La mujer que atendía el local nos lanzó una mirada muy rara que me recordó la anécdota de Sebald, cuando una niña “se le quedó mirando extrañada, con la boca medio abierta, como se mira a un ser de otra galaxia.” Tal vez vería otros lugares en nuestras miradas, otros tiempos... Yo había visitado el cenote Miguel Colorado, un lugar muy virgen lleno de monos araña, árboles de chicozapote y huellas de viejos chicleros. Otra galaxia quizá. Ese sitio engaña a la percepción. Desde el muelle junto al agua uno se hace una idea de las dimensiones y la profundidad; pero al nadar hacia el centro del cenote, todo eso cambia... Es el cuerpo, la inmensidad, el miedo. La mente es algo muy chingón, la imaginación; pero el cuerpo enseña lo real. Ahí puede surgir una explosión.


Después de caminar durante todo el día por el pueblo, finalmente encontré el sitio que buscaba. Tengo la idea de construir un pozo en este lugar, un pozo tradicional excavado en la tierra roja de Castamay. Me han dicho que podría encontrar agua a unos 12 metros de profundidad. En verdad resulta difícil escribir sobre esto, escribir del viaje. Una mañana cualquiera en la que suceden las cosas bajo una iluminación abrasadora, el ruido suave del viento y los pájaros sobre los mangos... No es posible hablar de eso. Todo podría resultar en una especie de autobiografía que corra entre lo real y la ficción, entre la civilización y la naturaleza. Pura invención y narrativa pues. Pero, ¿quién habla de escribir? El que escribe siempre está preocupado por otra cosa... (algo así decía Virginia Woolf)


Ayer por la noche regresé a México en el vuelo de la tarde. Lo hice con la mente cristalina y despejada. Sigo con la idea del pozo en la cabeza. Al llegar, recibí noticias de Miho. Ella y un grupo de artistas japoneses viajarán pronto a Campeche para exponer su proyecto “Selva de cristal”. Recuerdo el momento en el que el avión aterrizaba suavemente y aparecía la selva de cristales multicolores de la ciudad de México. El intrincado y laberíntico tráfico visto desde el aire, como un gran letrero luminoso: Viaducto, Cuauhtémoc y Eje Central son los caminos-relámpago.