miércoles, 17 de agosto de 2011

Taller de narrativa - Raymond Carver


Carver, Raymond: “Creative Writing 101”. Ensayo escrito como prefacio al libro de John Garadner, On becoming a novelist (1983). Trad. de Federico Patán

Hace mucho tiempo –en verano de 1958– mi esposa, yo y nuestros dos hijos pequeños nos mudamos a Yakima, Washington, a un pueblecito en los alrededores de Chico, California. Allí encontramos una viaja casa y pagamos de renta 25 dólares al mes. Para financiar este cambio, tuve que pedir prestados 125 dólares a un farmacéutico cuyas entregas yo hacía, un hombre llamado Bill Barton.

Este es un modo de decir que, en aquellos días, mi mujer y yo estábamos en la quiebra absoluta. Teníamos que vivir como se pudiera, pues el plan era que yo asistiría a clases en el aquel entonces llamado Chico State College. Porque desde que tengo memoria, mucho antes de mudarnos a California en busca de una vida diferente y de nuestra cuota de riqueza nacional, deseaba ser escritor. Quería escribir, y quería escribirlo que fuera: narrativa, desde luego, pero también poesía, obras de teatro, guiones, artículos para el Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas revistas que en aquellos tiempos leía), colaboraciones para el periódico local; cualquier cosa que significara unir palabras para crear algo coherente y de interés para otras personas y no sólo para mí. Sin embargo, en el momento de la mudanza sentí en los huesos que me era necesaria alguna educación para ayudarme a ser escritor. Por entonces otorgaba mucho mérito a una educación, mucho más en aquellos días que ahora, desde luego, aunque eso se debe a que soy más viejo y ya tengo estudios. Entiéndase que nadie de mi familia había asistido a la universidad o, si de esto hablamos, nadie había superado el octavo grado obligatorio en la preparatoria. Nada sabía, pero sabía que nada sabía.

Así que junto al de educarme tenía aquel otro deseo fuerte de escribir; un deseo tan fuerte que, con el aliento recibido en la universidad y la preparación adquirida, seguí escribiendo mucho después de que “el sentido común” y los “hechos directos” –las realidades de mi vida– me dijeran , una y otra vez, que debía renunciar, cesar en mis sueños, discretamente seguir adelante y hacer alguna otra cosa.

Aquel verano en Chico State me inscribí en cursos obligatorios APRA casi todos los estudiantes novatos, pero también en algo llamado Curso 101 de Composición Literaria. Lo enseñaría un nuevo miembro del profesorado de nombre John Gardner, quien ya estaba rodeado por un asomo de misterio y romanticismo. Se decía que anteriormente había enseñado en Oberlin College, para renunciar por alguna razón que nadie aclaraba. Un estudiante me dijo que a Gardner lo hagían despedido –como cualquier otra persona, los estudiantes medran con el rumor y la intriga–, y uno más aseguró que Gardner simplemente había renunciado tras un revés. Alguien más dijo que la carga de enseñanza en Oberlin, cuatro o cinco cursos de literatura para primer ingreso cada semestre, había sido demasiado pesada, no quedándole a él tiempo para escribir. Porque se decía que Gardner era un escritor real; es decir, practicante: alquien que había escrito novelas y cuentos. De cualquier manera, iba a enseñar CL101 en Chico State, y me apunté.

Me excitaba el estar por tomar un curso con un escritor verdadero. Jamás antes había puesto los ojos en un escritor, y me hallaba en el asombro. Pero, quise saber ¿dónde estaban esas novelas y esos cuentos? Bueno, aún no se publicaban. Se decía que no conseguía publicar su obra y que la llevaba a todos sitios en cajas. (Ya siendo estudiante, vi esas cajas de manuscritos. Gardner se dio cuenta de mis dificultades para halar un lugar donde trabajar. Sabía de mi joven familia y de mis apreturas de espacio en casa. Me ofreció la llave de su oficina. Hoy considero aquel regalo el momento decisivo. No fue un regalo dado como al descuido, y lo acepté, pienso, como una especie de mandato. Porque eso era.

Pasaba parte de cada sábado y cada domingo en su oficina, que era donde guardaba las cajas de manuscritos. Las cajas estaban apiladas sober el suelo, al lado del escritorio. Sólo recuerdo un título, escrito con plumón en una de ellas: Nikel Mountain. Pero fue aquella oficina, ala vista de esos libros inéditos, donde emprendí mis primeros esfuerzos serios por escribir (…)

Para los cuentistas de la clase, el requerimiento era un cuento, de entre diez y quince páginas de largo. Para quienes querían escribir novela –pienso que había una o dos de estas almas–, un capítulo de unas veinte páginas junto con el esquema del resto. La cuestión estaba en que ese cuento, o el capítulo de la novela, iba a ser revisado diez veces en el transcurso del semestre antes de que Gardner quedara satisfecho con él. Era uno de sus principios fundamentales que el escritor encontrara lo que deseaba decir en el proceso de ver lo que había dicho. Y este mirar, o este mirar con mayor claridad, venía con la revisión.

Creía en revisar, en una revisión interminable. Era algo muy metido en su corazón y que consideraba vital para los escritores, no importa en cuál etapa de desarrollo se encontraran. Y nunca parecía perder la paciencia en las relecturas de un cuento, aunque lo hubiera visto ya en cinco de sus encarnaciones previas.

Pienso que su idea de cuento, en 1958, se parecía mucho a su idea de cuento en 1982: algo con un comienzo, una parte media y un final reconocibles. De vez en cuando se acercaba al pizarrón y trazaba un diagrama para ilustrar un punto que deseaba fijar respecto al aumento o descenso de la emoción en un cuento: cimas, valles, mesetas, resolución y desenlace, cosas por el estilo. No importa cómo lo intentara, no podía interesarme mayormente o entender de verdad ese aspecto de las cosas, aquel material que anotaba en el pizarrón. Pero sí comprendía el modo en el cual comentaba el cuento de un estudiante sujeto a examen en la clase. Gardner se preguntaba en voz alta qué razones tenía el autor para escribir un cuento sobre un baldado, por decir algo, y dejar la información sobre la deficiencia del personaje hasta el final mismo de la narración. “Así que, en su opinión, es una buena idea permitirle al lector saber que este hombre es tullido sólo en la oración final”. El tono de la voz transmitía la desaprobación, y sólo tomaba un instante para que todos en la clase, incluyendo el autor del cuento, vieran que no era una buena estrategia narrativa. Cualquier estrategia encaminada a ocultar del lector información importante y necesaria, para abrumarlo con la sorpresa al final del cuento, significaba engañar.

En clase se refería siempre a escritores cuyos nombres no me eran familiares. O si los conocía, no había leído la obra… Hablaba de James Joyce, Flaubert o Isak Dinesen como si vivieran carretera abajo, en Yuba City. Decía “Estoy aquí para decirles a quién leer, así como el modo de escribir”. Abandonaba yo el salón en un aturdimiento, e iba directo a la biblioteca, en busca de libros de libros de los escritores que él había mencionado.

En aquellos días Hemingway y Faulkner eran los autores reinantes. Pero, en total, probablemente no leí más de dos o tres libros escritos por esos fulanos. De cualquier manera, si eran tan conocidos y si tanto se hablaba de ellos, no podían ser así de buenos ¿o sí? Recuerdo que Gardner me dijo: “Lee todo lo de Faulkner que te caiga en als manos, y entonces lee todo Hemingway para limpiarte del sistema de Faulkner”.

Nos introdujo a las publicaciones literarias o “pequeñas” trayendo un día a clase, en una caja, esas revistas y distribuyéndolas, de modo que nos familiarizáramos con sus nombres, viéramos qué aspecto tenían y captáramos la sensación de tenerlas en la mano. Nos dijo que allí aparecía casi todo lo mejor en narrativa y prácticamente toda la poesía. Narrativa, poesía, ensayos literarios, reseñas de libros recientes, críticas de autores vivos por autores vivos. En aquellos días me sentí alocado con tanto descubrimiento.

Para los siete u ocho que estábamos en su clase, ordenó sólidas carpetas negras y nos dijo que allí guardáramos nuestros escritos. Conservaba su propia obra en carpetas así y, desde luego, aquello nos convenció de usarlas. Llevábamos nuestros cuentos en esas carpetas y sentíamos que éramos especiales, exclusivos, que nos sigularizábamos de los otros. Y así ocurría.

No sé cómo haya sido Gardner con otros estudiantes cuando llegaba el momento de hablarles acerca de su trabajo. Sospecho que a todos daba mucha atención. Pero fue y sigue siendo mi impresión que, durante ese período, tomó mis cuentos con mayor seriedad, los leyó en mayor detalle y con mayor cuidado de lo que era mi derecho esperar. Nada me preparó para el tipo de crítica que recibí de él. Antes de la reunión ya había revisado mi cuento, tachado oraciones, frases y palabras inaceptables e, incluso, parte de la puntuación. Me dio a entender que esas supresiones no eran discutibles. En otros casos, encerraba en corchetes frases o palabras y eran elementos de los que hablábamos, eran casos negociables. Y no titubeaba en agregar algo a lo que yo hubiera escrito: una palabra aquí o allá o quizás algunas palabras, tal vez una oración para aclarar lo que yo intentaba decir. Discutíamos las comas de mi texto como si nada en el mundo importara en ese momento y, de hecho, nada importaba. Siempre buscaba algo que pudiera alabar. Cuando había una oración, una línea de diálogo o un párrafo que le gustaba, algo que en su opinión “funcionaba” y hacía adelantar el cuento de alguna manera placentera o inesperada, escribía al margen “Bien”o “¡Excelente!”. Y, al ver esos comentarios, mi corazón se alegraba.

Era una crítica minuciosa, línea a línea, la que me hacía, así como las razones en apoyo de la crítica, por qué algo debía ser de esta manera y no de aquélla. Me fue inapreciable en mi desarrollo como escritor. Tras esa plática detallada sobre el texto, hablábamos de las cuestiones mayores de la historia, el “problema” que se intentaba iluminar o el conflicto que estaba manejando, y el modo en que el cuento encajaba o no en el gran esquema de la escritura cuentística. Estaba convencido de que si las palabras en el cuento eran borrosas a causa de la insensibilidad, el descuido o el sentimentalismo del autor, el texto sufría una desventaja tremenda. Pero había algo incluso peor, que debía ser evitado a cualquier costa: si las palabras y los sentimientos eran deshonestos, si el autor los falsificaba, escribiendo sobre cosas que no le interesaban o en las que no creía, entonces jamás podría nadie interesarse en ello.

Los valores y el oficio de un escritor. Era lo que enseñaba aquel hombre y lo que defendía; y eso es lo que he conservado conmigo a lo largo de estos años, desde aquella época breve pero definitivamente importante.

Publicado en: Zavala, Lauro (editor, 1997): Teoría del cuento II. La escritura del cuento. México, Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 225 a 231

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